Una ciencia que confirma sus propias trampas

 

Del 3 al 7 de noviembre participé en el taller de capacitación sobre políticas e instrumentos en ciencia, tecnología e innovación para los Objetivos de Desarrollo Sostenible, organizado por la CEPAL con apoyo de la UNESCO, la ONUDI y UNU-MERIT. Fueron cinco días de conversaciones intensas, donde se habló de la urgencia de construir políticas de ciencia y tecnología que respondan a los desafíos reales de la región. No fue solo un taller técnico. Fue una oportunidad para detenerme a pensar en cómo las instituciones, muchas veces sin quererlo, reproducen las mismas trampas que dicen querer resolver.

Desde el primer día se repitió una idea que me pareció fundamental: América Latina no necesita más diagnósticos, sino políticas que aprendan haciendo. Escuchar a investigadores y especialistas hablar de las dificultades de coordinación, de la fragmentación institucional y de la falta de visión estratégica en la región me hizo pensar que Guatemala encarna todo eso en pequeño. Lo confirmé al recordar mi experiencia reciente con el Directorio Nacional de Investigadores, un requisito indispensable para poder aplicar a fondos públicos de investigación. En teoría, el registro busca articular la comunidad científica. En la práctica, se ha vuelto una carrera de obstáculos llena de formularios que fallan, documentos redundantes y verificaciones interminables. Uno termina sintiendo que el sistema desconfía de quien investiga, como si el problema fuera el investigador y no las instituciones.

Esa sensación de desconfianza institucional se hace más evidente cuando se revisan las convocatorias de financiamiento de la SENACYT. El programa ProCienciaGT, que agrupa distintas líneas como SocialInvest, GeneraCyT, Gestiona I+D, SinerCyT e InterCTi, dice buscar investigaciones interdisciplinarias, multidisciplinarias y transdisciplinarias que respondan a demandas sociales y productivas. El planteamiento suena bien, pero cuando se analizan los criterios y los requisitos, aparece la contradicción. Se exige una contrapartida del cincuenta por ciento del costo del proyecto, lo que excluye a la mayoría de las universidades y centros de investigación del país. Además, los indicadores que se deben mejorar son siempre los mismos: publicaciones, patentes, infraestructura, inversión en investigación. Todo apunta a lo medible, a lo productivo, a lo que puede presentarse en un informe. Lo social, lo educativo o lo comunitario queda en segundo plano.

Incluso la línea SocialInvest, que supuestamente apoya investigaciones con enfoque socioeconómico, mantiene una lógica tecnocrática que exige un lenguaje de innovación y resultados cuantificables. Los ejes estratégicos de la convocatoria (combate a la desnutrición, reducción de la brecha digital, conservación ambiental y energía) son temas legítimos, pero en su formulación vuelven a centrarse en la eficiencia y la productividad. El resultado es una paradoja: se pide investigar sobre lo social, pero bajo las condiciones de la industria. Se promueve la interdisciplinariedad, pero se mantiene una estructura que fragmenta, restringe y desconfía.

En el taller también se habló de cómo las políticas de ciencia y tecnología deben implementarse desde los territorios. Escuchar experiencias de descentralización en otros países me hizo pensar cuánto necesitamos algo así aquí. En Guatemala todo sigue centralizado, las convocatorias se piensan desde la capital y los requisitos parecen diseñados para instituciones con recursos, no para comunidades académicas que luchan por sostenerse.

Al final de la semana entendí que el problema no está solo en la falta de presupuesto o de voluntad política, sino en la forma en que concebimos la ciencia misma. Se le pide ser útil, pero no se le permite ser crítica. Se le exige producir resultados, pero no se le da el tiempo ni las condiciones para pensar. Lo que el taller me dejó fue la certeza de que la innovación que necesitamos no es tecnológica, sino ética. Innovar es también aprender a confiar, abrir espacios para quienes ya investigan desde los márgenes, reconocer los saberes locales y valorar los procesos tanto como los resultados.

La política científica de un país no debería medirse por los informes que produce, sino por las preguntas que se atreve a hacer. Mientras sigamos tratando la investigación como un trámite, seguiremos atrapados en las mismas trampas que denunciamos. Porque una ciencia que desconfía de su gente no puede transformar nada, solo confirmar lo que ya está roto.

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