El Congreso de la República ha vuelto a dar la espalda al país. Con la aprobación de la iniciativa 5698, se reformó la Ley de Protección y Mejoramiento del Medio Ambiente de una manera que no fortalece la protección ambiental, sino que la debilita deliberadamente. Se redujeron sanciones, se eximió a iglesias e instituciones benéficas de presentar estudios de impacto ambiental y se limitó el campo de acción del Ministerio de Ambiente y Recursos Naturales. No estamos ante un intento de modernizar la legislación, sino ante un ataque directo a la institucionalidad ambiental, que deja al país expuesto a más privilegios para algunos y menos garantías ambientales para todos.
Entre quienes celebraron estas reformas figura el diputado Julio Portillo, cuestionado por un posible homicidio culposo, extorsión a alcaldes, tráfico de influencias, entre otras cosas cubiertas de impunidad por el Ministerio Público. Portillo es de los que llevan a Dios en la boca, pero esconden delitos en todas partes, y ahora impulsa una ley que contradice la ética más elemental de respeto a la vida y al entorno. Lo que evidencia su participación es la manipulación política de la religión: un cristianismo de fachada que sirve para justificar privilegios, mientras la población y la naturaleza cargan con las consecuencias.
No es la primera vez en esta administración que desde el poder político se atacan las instituciones encargadas de regular en beneficio del bien común. Ya vimos cómo las municipalidades y la Corte de Constitucionalidad bloquearon el reglamento de desechos sólidos, dejando al país en un vacío legal que favorece a intereses particulares. Hoy, con la iniciativa 5698, se repite la historia: debilitar al MARN, restarle capacidad de sancionar y trasladar la regulación hacia un reglamentarismo que abre más espacios a la arbitrariedad. Lo que el Congreso hizo fue, en palabras sencillas, abrir la puerta a la impunidad ambiental con el disfraz de la fe.
Aquí es donde conviene detenerse y señalar el error profundo de mezclar religión con regulación ambiental. Los legisladores que aprobaron la reforma se escudan en que así se “alivia” a iglesias, instituciones benéficas y vendedores informales, pero la realidad es que mezclan el agua con el aceite: fe religiosa con legislación pública. Se distorsiona el mensaje de las comunidades de fe, que deberían ser ejemplo de ética y cuidado, para convertirlas en excusa de desregulación y privilegios. El contraste con la doctrina católica es brutal. La Iglesia ya definió su postura de manera clara en la encíclica Laudato Si’ del papa Francisco, donde se nos recuerda que la degradación ambiental es también un reflejo de la violencia y el egoísmo en el corazón humano, y que cuidar la creación es parte integral de la fe cristiana. Mientras el Congreso retrocede para favorecer a grupos de poder disfrazados de piedad, la doctrina católica avanza hacia una ecología integral, que llama a reconciliarnos con la naturaleza y asumir nuestra responsabilidad frente a la casa común.
Este contraste revela lo absurdo del camino tomado: donde los diputados otorgan privilegios, la fe propone responsabilidad; donde el Congreso abre la puerta a la impunidad, la doctrina social de la Iglesia llama a cuidar y reparar. Y por eso este episodio no debe quedarse solo en el registro de un retroceso legislativo más, sino como una advertencia de lo que sucede cuando se manipulan los símbolos religiosos para justificar decisiones políticas que van contra el bien común.
Al final, la iniciativa 5698 no solo debilita una ley, sino que deforma la relación entre política, fe y ética pública. Y frente a eso se imponen dos invitaciones. La primera es a la ciudadanía: defender la institucionalidad ambiental es defender la vida misma, porque lo que hoy parece un favor a ciertos grupos mañana será un daño irreversible en ríos, lagos, suelos y aire. Toca exigir la acción constitucional y la movilización ciudadana frente a un Congreso que legisla contra la gente y contra la naturaleza. La segunda es a las comunidades de fe: recordar que la espiritualidad cristiana no es excusa para la impunidad ambiental. Si las iglesias aceptan estos privilegios, se alejan de su propia doctrina. La Laudato Si’ lo expresa con claridad: el ambiente natural está lleno de heridas producidas por nuestro comportamiento irresponsable, y cuidarlo es parte inseparable de la fe. Coherencia es lo que se exige: no más privilegios disfrazados de devoción, sino compromiso verdadero con la creación.
La aprobación de esta reforma a la ley es un error histórico. Se mina la institucionalidad, se privilegia a unos pocos y se traiciona el futuro de todos. Y lo más grave es que se pretende hacerlo en nombre de la religión, mezclando lo que nunca debió mezclarse. Por eso, la defensa de la casa común es hoy un deber ciudadano y también un deber espiritual.
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