Desde la experiencia cercana en el Viceministerio de Infraestructura y la Dirección General de Caminos es imposible no ver los patrones que se repiten. Las decisiones sobre la red vial en Guatemala rara vez se toman con criterios técnicos; son resultado de negociaciones políticas, partidarias y hasta legislativas. Los proyectos se priorizan por conveniencia política y no por análisis de costo-beneficio.
Las propuestas técnicas suelen ser ignoradas, y el resultado es una planificación fragmentada: las municipalidades no pueden intervenir rutas registradas como carreteras nacionales, la distribución de tramos entre Caminos y COVIAL es arbitraria y engorrosa, y el mantenimiento de puentes queda en el limbo legal. Los conflictos de competencia se pueden resolver, pero faltan protocolos efectivos y voluntad política para ejecutarlos.
COVIAL: un mecanismo que favorece intereses
La creación de COVIAL, que en su momento se presentó como modernización, terminó debilitando la capacidad del Estado para reaccionar ante emergencias. Al estar las rutas asignadas a un fideicomiso, la Dirección de Caminos no puede actuar con rapidez, y los contratos de servicios que usa COVIAL no son legalmente ampliables para cubrir emergencias o reconstrucción de obra nueva.
En la práctica, se recurre a ampliaciones ilegales de contratos o adjudicaciones exprés. Estas adjudicaciones, muchas veces concentradas en pocas empresas, se aceleran no por eficiencia sino por presiones políticas. El resultado es opacidad, sobrecostos y un sistema que normaliza la captura de recursos públicos para favorecer a grupos con influencia.
Un plan de movilidad incompleto
El Plan Maestro de Movilidad para el Área Metropolitana de Guatemala, financiado por cooperación coreana, es una oportunidad perdida. No aborda de manera seria el transporte público masivo, que es la solución estructural para descongestionar las ciudades. Se centra en flujos vehiculares, ampliación de vías y construcción de carreteras privadas, en lugar de integrar una estrategia que fomente movilidad sostenible.
Tampoco se articuló de manera efectiva con las demás municipalidades ni con el Plan de Desarrollo Vial 2018-2032. Incluso acciones menores, como instalar cámaras de monitoreo, enfrentaron trabas de coordinación. Al final, el plan luce más como una lista de proyectos de infraestructura que como una verdadera política de Estado de largo plazo.
El círculo vicioso de la corrupción
Mientras trabajé en el sector público, intentamos detener adjudicaciones indebidas y resistir presiones para colocar proyectos sin sustento técnico. Esa postura nos costó permanecer poco tiempo en el cargo: el sistema no premia la integridad. Los proyectos que aparecen en las leyes de presupuesto o en la Ley de Infraestructura Vial Prioritaria no responden a evaluaciones objetivas, sino a negociaciones políticas.
La Ley de Contrataciones del Estado es formalmente un mecanismo de control, pero en la práctica es usada como obstáculo burocrático para justificar adjudicaciones directas y acelerar procesos opacos. Los procedimientos administrativos internos terminan siendo decorativos, sin supervisión efectiva.
Un modelo que necesita rediseñarse
Guatemala necesita pasar de un modelo fragmentado y capturado a uno orientado al bien común. Eso implica transformar la ley de contrataciones en un instrumento que garantice transparencia y participación ciudadana, mediante pactos de integridad que prevengan la corrupción desde el inicio. También implica reestructurar el Ministerio de Comunicaciones, separando funciones en carteras de infraestructura, transporte, vivienda y telecomunicaciones, para evitar concentración de poder y mejorar la planificación.
La Dirección General de Caminos, en su forma actual, debe desaparecer o transformarse en un ente técnico especializado. Las alianzas público-privadas pueden ser útiles, pero el beneficio debe ser principalmente para el Estado y la ciudadanía, no para concesionarios que buscan rentas sin asumir riesgos.
Más asfalto no es la solución
La experiencia internacional ha demostrado que ampliar las carreteras no elimina el tráfico: lo multiplica. Cuando se construyen más vías, se incentiva el uso del automóvil y la congestión vuelve al mismo nivel o peor. Las soluciones reales pasan por transporte público de alta capacidad, densificación urbana bien planificada y políticas que reduzcan la dependencia del automóvil.
Si seguimos apostando solo por carreteras privadas y peajes, terminaremos con más cemento, más autos y menos ciudad. La movilidad debería ser una política de Estado que genere valor público y bienestar para las próximas décadas, no una lista de proyectos negociados cada año.
La herencia unionista: continuidad de un modelo sin visión de futuro
El Plan Maestro de Movilidad no es un proyecto aislado. Es la expresión más reciente de un modelo urbano promovido durante casi tres décadas por el unionismo, primero bajo Álvaro Arzú y ahora bajo Ricardo Quiñónez.
Arzú no solo remodeló el espacio urbano; también desmanteló la Dirección General de Caminos para crear COVIAL, abriendo la puerta a la privatización parcial de la red vial y a la tercerización de su mantenimiento. Ese diseño institucional se volvió fértil para el clientelismo y las redes de corrupción: concentró contratos en manos de los mismos grupos, eliminó capacidades técnicas dentro del Estado y normalizó el uso de fideicomisos para evadir controles.
Ricardo Quiñónez es su heredero político e ideológico. Ha mantenido esa visión estrecha, centrada en obras de alto impacto mediático, concesiones privadas y proyectos pensados para el automóvil, no para las personas. En lugar de fortalecer capacidades institucionales, su administración ha actuado como facilitadora de los mismos intereses económicos y políticos que han capturado la planificación urbana.
La consecuencia es un sistema de movilidad diseñado para que siga igual: más peajes, más privilegios, más asfalto y menos ciudad. Lo que necesitamos no es otro megaproyecto aislado, sino una política de Estado que coloque el interés público en el centro, con transporte público masivo, planificación integral y control real sobre la corrupción.
Finalmente: de administradores de peajes a gobernantes de ciudad
Nada de esto es casualidad. La herencia unionista (de Álvaro Arzú a Ricardo Quiñónez) instaló un modelo que privilegia la obra concesionada para el automóvil, con instituciones debilitadas y contratos diseñados para servir intereses antes que necesidades. El Plan Maestro de Movilidad del Área Metropolitana de Guatemala es su síntoma: mucha carretera, poca ciudad; mucho peaje, poco transporte público; mucha obra, poca política de Estado.
Corregir el rumbo exige decisiones irrenunciables: una autoridad metropolitana de movilidad con ley, presupuesto y dientes; prioridad explícita al transporte público masivo y a la integración urbano-territorial; reglas anticorrupción que sí muerdan (pactos de integridad, datos abiertos en tiempo real, prohibición de ampliaciones ilegales y de “proyectos con nombre” en el presupuesto); y una reforma institucional que separe funciones (infraestructura, transporte, vivienda, telecomunicaciones) para que la planificación vuelva a estar en manos del Estado y no de fideicomisos capturados.
Quien conoce estos engranajes por dentro sabe que más asfalto no arregla el tráfico y más concesiones no fabrican confianza. La ciudad no necesita administradores de peajes: necesita gobernantes que pongan el valor público por encima de la obra fácil, que planifiquen a 20 años y rindan cuentas cada año. Más Estado para planificar, más mercado para innovar, cero captura. Y, sobre todo, más ciudad.

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