En el marco de nuestro doctorado en Investigación Interdisciplinar para la Transformación Social, se nos ofreció un espacio adicional de formación sobre ética en la investigación, a cargo de la Dra. María Espinosa Spínola. Para mí, estos espacios son más que un apéndice: son la posibilidad de detenerme, escribir y fijar aprendizajes, de tomar nota de lo que escucho y leo, y de lo que me hace ruido porque dice algo importante. Agradezco especialmente a la Dra. Espinosa por compartir su experiencia profesional y vital, porque sus ejemplos y reflexiones se convierten en un espejo donde cuestionar nuestras propias prácticas investigativas.
Uno de los textos que revisamos fue Ire in Ireland de Nancy Scheper-Hughes, traducido al español por Margarita del Olmo. Desde el título, hay un juego de palabras que en español se pierde: más que “Ira en Irlanda”, podría entenderse como “ira en la tierra de la ira”. La ironía es fuerte: un lugar cuya identidad se asocia con el enojo, la rabia, la tensión histórica. Ese guiño me hizo pensar en nuestra propia tendencia a simplificar las realidades nacionales con slogans cómodos.
En Guatemala, por ejemplo, muchos —en tono ligero o irónico— dicen que los problemas vienen porque somos “Guatemala”, y que deberíamos llamarnos “Guatebuena” porque “las personas son buenas”. Un comentario aparentemente inocente, pero que refleja un trasfondo peligroso: la laxitud del pensamiento crítico. Pretender que basta con cambiar un nombre o maquillar una percepción para resolver contradicciones estructurales es, en sí mismo, un modo de distorsionar la realidad. Así como Scheper-Hughes muestra cómo las percepciones alteran la epistemología de la investigación, nosotros también lidiamos con un país que quiere verse a sí mismo como “bueno” aunque no se atreva a enfrentar lo malo, lo conflictivo, lo que incomoda.
Este mecanismo no es menor, sobre todo cuando hablamos de ciencia y producción de conocimiento en un país con tantas carencias educativas. Si no nos atrevemos a observar lo incómodo, lo feo, lo que no encaja con la narrativa oficial del éxito, ¿qué clase de conocimiento estamos produciendo? La ética de la investigación exige honestidad: no solo con los sujetos de estudio, sino también con la sociedad que recibirá los resultados.
En las políticas educativas, esta tensión se hace evidente. Con frecuencia se presentan iniciativas ya financiadas, acompañadas de informes que destacan productos medibles y cuantificables. Pero detrás de esos números brillantes, rara vez encontramos una reflexión seria sobre el impacto real en la vida de los estudiantes. Es decir: se mide lo que puede contabilizarse, pero se deja de lado lo esencial, aquello que transforma o no la experiencia educativa. Esa omisión termina por convertir lo educativo en un espejismo de gestión, más preocupado por los indicadores que por la dignidad de los sujetos.
Volviendo a Scheper-Hughes, el dilema central que ella plantea es la camisa de fuerza de la objetividad científica. En su caso, el deber de narrar lo observado con rigor académico entraba en tensión con la obligación ética de no dañar a quienes le abrieron las puertas de su comunidad. En mi caso, veo cómo ese dilema se reproduce en Guatemala cuando nos empeñamos en vestir de objetividad cifras y proyectos que, en el fondo, no responden a las realidades diversas del país. Es la ilusión de una ciencia “neutra” que mide indicadores, pero que se desconecta de los contextos culturales, sociales y políticos donde actúa.
He vivido esto directamente en mi experiencia en la formulación de proyectos de infraestructura. En Totonicapán, autoridades ancestrales nos exigían obras específicas para su territorio, mientras nosotros proponíamos pasos a desnivel o calles asfaltadas con criterios técnicos y presupuestarios. La frustración venía porque los marcos de valor no eran los mismos: nosotros veíamos movilidad y costos, ellos veían identidad territorial y justicia histórica. En otra comunidad, el conflicto surgió porque una obra atravesaba dos pueblos con disputas territoriales antiguas. Allí entendí cómo nuestros propios presaberes y prejuicios —diría Gadamer— condicionaban las soluciones que ofrecíamos.
De fondo, lo que veo es que la investigación y las políticas públicas en Guatemala chocan con una realidad etnográfica compleja y diversa. Un país multicultural —algunos lo llaman plurinacional— que sigue arrastrando conflictos, luchas de poder y una débil cultura de diálogo democrático. Allí, ser progresista influye en mi forma de investigar y de trabajar. Sí, busco cambios. Pero esos cambios se enfrentan al muro de la realidad. Y mantener coherencia entre mi vida personal, mis ideales políticos y mi rol de investigador es un reto enorme. Kant hablaría de un imperativo categórico; Gadamer, de la fusión de horizontes; Popper, de la falibilidad y la necesidad de apertura. Yo intento navegar entre esas tensiones.
De la lectura de Scheper-Hughes y de la disertación de la Dra. Espinosa me queda claro que la ética no es un trámite burocrático, ni una firma de consentimiento informado: es la forma de situarse en la investigación, de reconocer el peso de nuestras decisiones y de asumir que lo personal también es político.
Mi invitación, entonces, es a fortalecer el diálogo democrático desde la investigación y desde la política pública. A dejar de maquillar a Guatemala como “Guatebuena” y a enfrentarla con toda su ira, su conflicto, sus contradicciones, porque solo así podemos construir conocimiento honesto y transformador. La ética, entendida como coherencia entre lo que somos y lo que investigamos, es el punto de partida indispensable.
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