En medio de la efervescencia digital, es fácil que la reacción inmediata sea el pánico, el escándalo o la descalificación automática. Sin embargo, lo que necesitamos es algo más difícil: detenernos a leer con cuidado y preguntarnos qué significan realmente esos números y, sobre todo, qué no significan. Como investigador y estudiante de doctorado en investigación interdisciplinar, no puedo evitar cuestionar la forma en que se están interpretando estos resultados. Antes de asumirlos como una prueba de éxito o fracaso, es necesario preguntarse qué se preguntó y cómo se preguntó, si el cuestionario capturó matices o si se limitó a producir respuestas fáciles de convertir en titulares. También cabe considerar qué sesgos pudo haber introducido el diseño de la muestra y la redacción de las preguntas, o si la difusión de los datos en este momento responde a un interés de agenda política más que a un simple ejercicio de transparencia.
El “timing” importa. Publicar resultados en medio de tensiones políticas no es neutro: moldea la conversación pública y puede reforzar narrativas de crisis sin ofrecer un contexto completo. En lugar de conducir a una comprensión más rigurosa, muchas veces estas cifras se convierten en alimento para la indignación inmediata. Y en tiempos de redes sociales, la indignación es lo que más se amplifica. Las plataformas digitales favorecen las voces más enojadas, lo que puede hacer que el clima digital parezca mucho más negativo de lo que es en realidad. Esto plantea otra pregunta: ¿estas encuestas reflejan el sentir de la mayoría silenciosa, que no participa en las discusiones en línea, o se enfocan en el segmento más politizado y más activo en redes?
Cuestionar la interpretación de las cifras no significa desestimar la opinión pública. Lo que significa es exigir una lectura más justa y un análisis más profundo, que considere las condiciones en que se gobierna. En el caso de Guatemala, el presidente Arévalo no cuenta con mayoría en el Congreso y enfrenta un escenario en el que Legislativo y Judicial parecen actuar en bloque, pero no para facilitar la agenda de gobierno, sino para limitarla. Este contexto no justifica la falta de resultados, pero sí obliga a poner en perspectiva lo que puede esperarse en tan poco tiempo. El país arrastra décadas de desigualdad y corrupción, y sería ingenuo pensar que unos meses de gestión bastan para enderezar el rumbo. Pretender que los problemas estructurales se resuelvan de inmediato es desconocer la magnitud del desafío.
En este clima, los medios tienen un papel crucial. Editoriales recientes, como el de La Hora sobre el poder del STEG o el de Plaza Pública sobre el desgaste presidencial, ponen sobre la mesa demandas legítimas: transformar el sistema educativo, mejorar la comunicación, ejecutar obra pública, reducir la violencia. Pero también plantean una narrativa de urgencia que puede alimentar la frustración si no se acompaña de explicación y contexto. Más que confirmar juicios de valor anticipados, los datos deberían invitarnos a pensar. ¿Qué parte del malestar ciudadano se debe a la gestión y qué parte a expectativas desmedidas? ¿Cómo evaluamos a un gobierno en un escenario de bloqueo institucional? ¿Estamos midiendo resultados o emociones? ¿Cómo podemos construir condiciones políticas que permitan a futuras administraciones hacer los cambios que hoy reclamamos?
Una encuesta no es un juicio final. Es una invitación a detenernos, interpretar con rigor y mirar el cuadro completo. Si de algo debe servir esta fotografía es para provocar preguntas más profundas, no para desatar predicciones apocalípticas ni alimentar el desencanto democrático. El verdadero desafío es pasar del escándalo momentáneo a la reflexión colectiva: preguntarnos qué estamos dispuestos a hacer como sociedad para que las próximas mediciones reflejen no solo frustración, sino también avances en la construcción de un país más justo y menos desigual.

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