Cada 15 de septiembre la escena se repite: bolsas de agua y de hielo lanzadas a los corredores de antorchas, jóvenes empapados, peatones golpeados y calles tapizadas de basura. La mañana siguiente, la municipalidad presume que ha recogido entre 600 y 700 toneladas de desechos en apenas dos días, como si esa cifra fuera una medalla y no la evidencia de un fracaso. Lo que debería ser una jornada de orgullo y celebración termina siendo violencia disfrazada de tradición: violencia contra las personas, violencia contra el ambiente y violencia contra el verdadero sentido del civismo.
El discurso oficial es siempre el mismo: el civismo consiste en mantener la ciudad limpia. Pero no hay civismo que valga si no se acompaña de prevención, de educación ambiental y de un compromiso serio con la reducción de residuos. En Guatemala, la gestión de la basura sigue siendo reactiva: dejamos que las calles se llenen de desechos para después movilizar camiones y cuadrillas de limpieza que “restablecen el orden”. La foto del barrendero es la postal que cierra la fiesta, como si resolver el desastre fuera parte del ritual.
Lo más grave es que cuando se han intentado dar pasos para cambiar esta realidad —como el reglamento para la gestión integral de desechos sólidos, que obliga a clasificar la basura en origen y a recolectarla de manera diferenciada— muchas municipalidades han sido las primeras en oponerse. Alegan que no tienen recursos ni personal, que el reglamento no es viable, que el gobierno central debería cargar con esa responsabilidad. En el fondo, es una negativa política: implementar un sistema de clasificación y educación ambiental implica invertir, fiscalizar, cambiar rutinas y asumir costos que no se traducen en votos inmediatos.
Mientras tanto, las mismas autoridades que se quejan de la suciedad promueven una narrativa que pone toda la responsabilidad en los vecinos, sin ofrecerles educación ni infraestructura para actuar distinto. Y cuando se habla de problemas ambientales más grandes —la falta de agua potable, la contaminación de los ríos, la ausencia de bosques urbanos, el caos del transporte público—, la respuesta municipal suele ser la misma: bloquear proyectos del Ejecutivo, marcar distancia, usar la confrontación partidaria como bandera.
La basura que vemos el 16 de septiembre no es solo un problema de limpieza: es un síntoma de cómo funcionan nuestras ciudades. Es la muestra de que las municipalidades no están liderando, que están atrapadas en cálculos políticos, que prefieren ser oposición antes que aliadas para resolver problemas que superan sus fronteras.
No basta con indignarse un día. No basta con quejarse en redes sociales ni esperar que el Ejecutivo lo solucione todo. Las municipalidades tienen autonomía, presupuesto y competencias para actuar. Si no lo hacen, es por falta de voluntad o por corrupción. Y si la ciudadanía quiere dejar de ver las mismas montañas de plástico cada año, tiene que exigir más: aplicación del reglamento de desechos sólidos, educación ambiental permanente, infraestructura para la clasificación de residuos, coordinación real con el gobierno central y el fin de tradiciones violentas que normalizan la agresión en nombre de la patria.
El civismo no se mide en toneladas de basura recogidas, sino en la capacidad de construir una ciudad donde no haya que recogerlas. Una ciudad donde celebrar no implique agredir, ni ensuciar, ni gastar millones en limpiar el desastre. Una ciudad que entienda que la alegría de las fiestas patrias no puede seguir siendo una oda a la violencia ni un ritual de hipocresía.
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