El espejismo de la política educativa guatemalteca

 

El lunes 25 de agosto de 2025 asistí al Hackathon Educativo “Formación Docente: esencia de la Calidad Educativa”, organizado por el Foro de Rectores de las Universidades de Guatemala.

En primer lugar, reconozco y felicito a las universidades por abrir un espacio de reflexión sobre la formación docente, porque son estas instituciones las que reciben a los jóvenes que buscan profesionalizarse. Además, perciben de primera mano la disminución del bono demográfico y el impacto directo en la matrícula de los profesorados. Es lógico que se preocupen: el futuro de la carrera docente es también el futuro de su propia sostenibilidad académica.

Durante la actividad se repasó la historia de la formación docente en Guatemala, desde las Escuelas Normales hasta los profesorados universitarios; se presentó la experiencia chilena como modelo de referencia, y se compartió un compendio de las “políticas educativas vigentes” en el país.

Aquí me parece necesario hacer una crítica frontal: lo que se presentó como políticas educativas no lo son. Son apenas enunciados de intención: cobertura, calidad, gestión, bilingüismo, inversión, equidad, institucionalidad, descentralización, educación extraescolar y transformación digital. Cada uno definido en una oración, acompañado de tres o cuatro objetivos estratégicos, pero sin diagnóstico, indicadores, responsables, cronograma, ni mecanismos de evaluación ex ante o ex post.

La paradoja es que, aunque carecen de formulación rigurosa, sí están financiadas. Las memorias de labores del MINEDUC lo demuestran: existen productos, existen resultados reportados y existe gasto ejecutado. Lo que no existe es la posibilidad de medir impacto, porque nunca se establecieron parámetros iniciales ni una metodología de seguimiento. Tenemos inversión, tenemos registros contables, pero no tenemos políticas públicas evaluables. Esto no es menor: es la diferencia entre hacer gestión y producir transformación.

Otro eje de la discusión fue la participación docente en la política pública. Se repitió el lugar común de que menos del 20% de los docentes en América Latina participa en espacios de diseño de políticas educativas, y que en Guatemala esa incidencia es mínima. Pero esta afirmación es engañosa: los docentes sí participan, aunque lo hagan a través del sindicato (STEG), que representa alrededor del 40% del magisterio. El problema es que lo hacen de manera corporativa, bloqueando o habilitando decisiones que no les corresponden, usurpando funciones de la gerencia pública. Negar su incidencia es falsear la realidad; lo que corresponde es redefinir el tipo de incidencia que deberían tener.

También se insistió en los salarios docentes. Se planteó que son inferiores a los de otros profesionales con el mismo nivel de formación. Pero esto desconoce la historia reciente: la mayoría de docentes en Guatemala se graduó en magisterio de nivel medio, no universitario, y aun así sus salarios han estado muy por encima de lo que percibe cualquier persona con la misma titulación. El cambio de 2012, que trasladó la formación docente a nivel universitario, fue un paso en la dirección correcta. Retroceder a ese punto, como sugirió el decano de Humanidades de la USAC al proponer el regreso al magisterio en diversificado, sería un error monumental, un gesto retrógrado y anacrónico.

Más grave aún, la miopía legal del debate. Se habló de replicar la experiencia chilena sin reconocer que nuestro marco jurídico —incluida la Constitución Política de la República— lo impide. La Ley de Educación Nacional, el Decreto 1485 y la propia Constitución establecen restricciones que chocan con cualquier intento de profesionalizar la carrera docente al estilo chileno. Pretender importar recetas sin confrontar el marco normativo es ingenuo, primitivo y, en última instancia, irresponsable.

Creo que este gobierno, al cual respeto y valoro profundamente, ha hecho esfuerzos innegables en materia educativa: inversión en infraestructura, contratación de docentes, programas de remozamiento y cobertura. Yo mismo trabajé muy duro para que este proyecto político llegara a donde está, y reconozco sus avances. Pero lo que hoy reclaman los guatemaltecos va más allá de ladrillos, nombramientos y ampliaciones: hace falta la reforma de fondo.

Esa reforma pasa, necesariamente, por dos ejes:

  1. La transformación del marco normativo

    • Colocar en la agenda pública la necesidad de reformar la legislación educativa, incluida la Constitución.

    • Sin esta discusión, nunca se generarán las condiciones para un cambio profundo.

    • Lo que Chile hizo con su Ley de Formación Docente no puede replicarse en Guatemala sin una base normativa que lo permita.

  2. La definición clara del papel del docente en la política educativa

    • El docente debe participar en la formulación diagnóstica: identificar problemas, señalar brechas, aportar desde la experiencia en aula.

    • Debe estar presente en la validación de propuestas, asegurando pertinencia local, rural, multigrado y cultural.

    • Su papel central está en la implementación contextualizada, llevando la política a la práctica con capacidad pedagógica y conocimiento del territorio.

    • Pero no debe cargar con responsabilidades de diseño técnico de políticas —que requieren visión sistémica, análisis macro y capacidad de gestión pública—, ni ser instrumentalizado por agendas corporativas que distorsionan su rol.

Lo de ayer fue un ejercicio interesante, pero insuficiente. Las universidades han hecho bien en poner el tema sobre la mesa. Sin embargo, el debate mostró con crudeza las limitaciones del discurso actual: diagnósticos superficiales, propuestas retrógradas, modelos importados sin considerar el marco legal, y políticas que existen en el papel contable pero no en el sentido técnico.

Mi llamado es claro: la verdadera reforma educativa de Guatemala debe empezar por modificar el marco normativo nacional y redefinir el papel del docente en la política pública. De lo contrario, seguiremos atrapados en el círculo de siempre: discursos llenos de buenas intenciones, presupuestos ejecutados, pero sin impacto real en la calidad de la educación.

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